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jueves, 2 de febrero de 2017

Una costumbre rusa



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[...] "Se dice ahí afuera que no hay un afuera del todo, que siempre hay un adentro residual, que todo lo que entra tiene que salir, pero que nunca sale verdaderamente todo. Se dice ahí afuera que hay muchas cosas que entender, que no todo tiene solución y que no sólo hay que serlo sino parecerlo. Que todo lo que sube al final baja, que es mejor reír que llorar, y que todo vuelve." 

Eso pensaba ese hombre crudo sentado frente a mí, en el asiento de pana falsa de color ácido que era igual al mío. Aunque no era exactamente igual al mío, el hombre que lo habitaba hacía la diferencia, y lo hacía en el plano de existencia más profundo. Estaba claro, al contrario de lo que pasaba conmigo, que aquél hombre rosado, pesado y ancho, pensaba durante el viaje. 

Con casi plena seguridad diría que era de descendencia rusa, de la URSS de antes. Llevaba una remera gris a la que se le veía solo el cuellito de estilo chomba, saliendo por las cornisas del cuello de una camperita también gris con bordes delineados en dos rayitas blancas paralelas, que nunca respondió a ninguna moda. La cara rosa, los ojos indefinidamente amarillentos, el pelo, que había sido rubio, ahora era también de un amarillo desvaído. El cubre-diente de oro, que llevaba en el primer premolar izquierdo superior y que nunca se dejó quitar, aún luego de la emigración, era de oro rojo de gruesos quilates que acentuaba su apariencia de amarillo sobre gris; como si se tratara de un ejercicio de pintura. 

Seguramente nunca leyó a Dostoyevsky, aunque podría haberlo escrito todo. Ese hombre de aire severo intentaba no cruzar su mirada con la mía, pero incluso así no podía ocultarme que estaba pensando. "Pensar debía de ser una costumbre rusa", me dije para mí, "de hombre ruso que viaja en tren, un hábito que se le habría arraigado desde que fue testigo de cómo su padre acostumbrara a hacerlo, o quizás era genético, y pasaba de generación en generación como una métrica celular exacta que el cuerpo no olvida aunque el alma lo haga; o una tradición folklórica". 

El hombre estaba pensando, y eso definía el espacio entre nosotros, que éramos dos extraños, dos desconocidos, ajenos el uno del otro, pero que compartíamos el espacio comprendido entre esos dos asientos que se pretendían impersonales. No sé por qué, al salir el tren de la estación Lod le pregunté: "¿cómo se escribe cocina en hebreo?", a lo que el hombre de hielo color naranja me contestó: "no sé, yo también soy ruso". En ese instante el cosmos limitado por las dos butacas de telilla afelpada, que se la daba de terciopelo, había ganado el título de octava maravilla del mundo.[...] 






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