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sábado, 11 de febrero de 2017

Viajes Astrales



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[...] Era la época de los viajes astrales, del hilo de plata irrompible que ataba al cuerpo astral con el físico y evitaba que el alma no logre volver a este último al concluir su viaje; un viaje que podía ser tan amplio que llegaba al espacio exterior atravesando las paredes. Se había puesto de moda eso de la meditación trascendental, y los chicos andaban programando los sueños. Si querían soñar con esto o con lo de más allá, era sólo cuestión de programarse antes de dormirse, y ellos aseguraban que soñaban con la exactitud de un reloj atómico. 

Para mí, esa práctica se asemejaba al consejo que me había dado ni abuela Ada en mi infancia para dormir mejor: "antes de dormir, pensá en cosas lindas que querés que pasen", me había dicho. Consejo que me ha servido desde entonces para luchar contra la vigilia. Ellos viajaban y se programaban, y estaban muy orgullosos de sus logros. 

Yo sentía que no necesitaba de viajes astrales; o mejor dicho les temía. Me espantaba la idea de que el hilo de plata se rompiese y quedara yo así divagando sin rumbo, o en espiral, viendo siempre las mismas estrellas, o gritando "¡acá estoy!" como una loca, hasta caer de verdad en la demencia; o deshaciéndome en retazos como las telas deshilachadas e incompatibles que se ponen en oferta en el barrio del once ¿Qué sería de mí entonces? ¿Quedaría en el limbo, ni muerta ni viva, como La Bella Durmiente? ¿Seguiría viajando por toda la eternidad? La imagen de mí misma sin poder volver a mi vida ordinaria carcomía de inmediato cualquier entusiasmo que el viaje astral podría llegar a suscitarme. 

A mis dieciséis años todavía no me había percatado que estar sola conmigo misma era de una belleza íntegra, de un vivificante encanto, de un placer infinito; eso vendría después. A esa edad, el ser una misma estaba mediado por otros seres, que eran otros pero que se sentían uno, algo parecido a lo que se debe sentir bajo una aneurisma cerebral en la cual uno pierde el sentido de diferencia con el resto de las cosas y se siente parte de la mesa, de los azulejos del baño, del falso laurel de la vereda, del perro del vecino, del vecino, de la atmósfera, de los planetas, del todo maravilloso e inagotable. 

No sólo que se corte el hilo me daba terror, sino también la posibilidad de que cualquiera de ellos decida programarse a soñar conmigo, y se introduzcan en mi propio sueño, haciendo y deshaciendo a su agrado, entretejiendo narrativas que no serían mías, conectando datos inconexos para mí, o haciéndome mover como una marioneta de las que venden en la feria de Plaza Francia. Cuando me atacaba el pavor, usaba de defensa ese sentir a los otros como uno; "ninguno de ellos me haría eso", me decía a mí misma, y así me convencía, ganándole al desasosiego. 

No recuerdo cuántos meses seguimos así, ellos alborotados cada mañana por sus viajes astrales, contándose unos a otros los sueños que habían programado, los lugares que habían visitado, creando un espíritu de hermandad y de competencia a la vez; haciendo de algo realmente trascendental (como lo es el misterio de los sueños), algo meramente mecánico, como una técnica que había que poseer y perfeccionar, suprimiendo de la faz de la tierra el arte de la interpretación. Viéndolo así, no hay duda de que esa supresión era una atrocidad, una infamia, una brutalidad, producto de la inconsciencia inocente de la edad del pavo. 

Desde la perspectiva de años más tarde, es evidente que ese vandalismo era la raíz de mi rechazo a los viajes astrales; no el riesgo a perderme en el espacio frío y vacío de vida, sin hilo que me ate a mi existencia conocida, sino la probabilidad de terminar con la interpretación, de exterminar los pensamientos sobre los pensamientos, de abolir los cuentos chinos creados a partir de imágenes borrosas de sueños medio olvidados, de apagar la llama que ilumina de sentido lo que no lo tiene, de matar el sano imaginario que al día siguiente de soñar llena de explicaciones los hechos oníricos inexplicables. 

Años más tarde, la causa de mi repelencia a la moda de los viajes astrales se hizo evidente ante mis ojos, como lo es una mancha de tuco en la camisa blanca de un mozo nuevo, ante los ojos del gerente de un restaurante de alta cocina.[...] 


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